
El 24 de julio de 1982 fueron asesinados por la contrarrevolución los compañeros Cristina Rugama, Aarón Toledo Reyes, René Hoey Díaz, Arístides Cruz Rúgama, Ramón Mendiola, Lázaro Ochoa y José Xenón en Salto Grande, municipio de Bonanza.
La única sobreviviente de la gesta heroica es la compañera Brenda Rocha Chacón, la cual perdió un brazo en combate.
Testimonio del compañero “Arcángel”
El 24 de julio de 1982 se respiraba todavía la euforia por el tercer aniversario del Triunfo de la Revolución Popular Sandinista.
En Salto Grande, municipio de Bonanza, ese día se encontraban el reservista René Hoey (quien tenía, desde el nacimiento, una capacidad limitada en su pierna derecha por la polio), Lázaro Ochoa, también reservista; Aarón Toledo Reyes, de 14 años, quien era miembro de la Juventud Sandinista 19 de Julio. También se encontraban ahí Arístides Cruz, Ramón Mendiola, minero por vocación, y María Cristina Rugama, quien integraba la Asociación “Luisa Amanda Espinoza”.
Estos hombres y mujeres de la vanguardia querían transmitir a la comunidad la alegría del tercer aniversario del triunfo y estaban preparando una actividad recreativa para los niños de la comunidad.
Por esta razón, Brenda, Aarón y René estaban con el entusiasmo propio de la fecha.
Ellos habían decidido regalar una tarde especial a las niñas y los niños de la escuelita de Salto Grande.
Querían hacerles piñatas y bocadillos, acompañados de una riquísima horchata. Por esta razón, había que ir al pueblo a buscar productos y saludar a la familia y los compañeros de paso.
Sin embargo, el enemigo de siempre, el imperio norteamericano, estaba al acecho a través de las bandas contrarrevolucionarias que había organizado y financiado. En el aire se percibía algo raro.
Eran los días de la BZ, fusil checo asignado a las Milicias Populares Sandinistas; de las camisas chocolitas con pantalón verde olivo, la cantimplora de aluminio y las cananas con los cargadores a 10 tiros cada uno, y la conciencia del momento histórico que demandaba la defensa de la Revolución.
El alumbrado domiciliar parpadeaba, ya una, dos y tres veces. La sirena ronroneaba a un ritmo peculiar, predeterminado, muy propio de un distrito minero, alto y fuerte, lejano, aunque no era hora de entrada al almuerzo o salida de las labores en la mina.
De repente, más de 40 contrarrevolucionarios abrieron fuego.
El reloj marcaba ya las 4:45 p. m. El sonido inconfundible del FAL… pa… pum…, las balas y granadas G-3 y M-60 empuñadas y lanzadas con odio alcanzaron la humanidad de los hombres y dos mujeres.
Uno a uno, contando minuto a minuto eternos, se manifestó el odio, arrebatando a las familias de Bonanza a sus seres queridos.
En lo profundo del ocaso, con las lluvias propias del crudo invierno de julio, se recogieron los cuerpos, y un cortejo fúnebre enlutó el municipio.
En el polideportivo, los siete cuerpos fueron velados, escuchando música revolucionaria. Llegó la madrugada y los vivos lloramos a nuestros muertos, y los enterramos con el compromiso férreo de patria libre.
María Cristina Rugama dejó tres hijos huérfanos; René, tres hijos huérfanos; Lázaro Ochoa, dos hijos huérfanos; Ramón, un hijo huérfano; Aarón, una niñez con madurez ideológica; Arístides Cruz, una madurez ejemplar; José y Arturo Toledo, un viaje sin regreso; y Brenda Rocha, perdió un brazo.
Ya años transcurren en el mismo sitio. El río Pis-Pis se desgrana a raudales por el mismo salto.
Los mayangnas pasan el día a día; al centro, la turbina gira, gira y gira.
Hoy, gracias al proyecto revolucionario, hay escuelas por doquier, hay caminos, hay fe, hay una constelación de héroes y mártires que, desde el más allá, guían e inspiran estos tiempos.
Los héroes no dijeron que morían por la Patria, solo pasaron a otro plano de vida. Y hoy inspiran nuestros caminos.