
Manuel de Jesús Rivera nació en los cafetales de Diriamba, Nicaragua, hijo de una humilde recolectora de café. Desde niño conoció el trabajo duro: cargaba canastos, descargaba camiones, hacía mandados, lustraba zapatos. Oficios aprendidos en los mercados, que no se enseñan en ningún lugar pero que son escuela de vida para los pobres.
Chaparro, menudito y sonriente, se ganó el apodo de “La Mascota” entre los jóvenes combatientes sandinistas. No pasaba de los doce años y ya era guerrillero y correo del Frente Sandinista en Diriamba y ciudades cercanas. Su arrojo y simpatía lo hicieron querido por todos. Era ágil y discreto; actuaba rápido y nadie lo veía. En Monimbó, durante la insurrección de febrero de 1978, incendió el vehículo de un oficial de la Guardia somocista, quien juró vengarse de aquel cipote. Desde entonces su figura comenzó a ser casi leyenda.
El 5 de octubre de 1978
Aquella mañana, Diriamba amaneció bajo ataque de la Guardia Nacional. Manuelito jugaba a la cara y sol con otros niños frente al restaurante Carleti, en la calle del Teatro González. Lo vio su cuñado Ramón Gutiérrez, conocido en la militancia como Marvin, quien debía llevar un mensaje a compañeros del Frente en las afueras de la ciudad. Al encontrarlo, le advirtió con tono serio: la Guardia lo buscaba para matarlo. Ya habían asesinado a otros cuatro niños, confundiéndolos con él.
Pero Manuelito, testarudo y valiente, insistió en ir al mercado a cobrar 50 córdobas a una vendedora. Marvin trató de convencerlo de que lo hiciera después, pero en un descuido el niño desapareció entre las calles. Poco después, ambos vieron patrullas de la Guardia rumbo al mercado. Manuelito las enfrentó y se escondió en un tramo, mientras los guardias lo perseguían con insultos y amenazas contra los comerciantes, casi todas mujeres.
A punto de rendirse, los soldados recibieron la señal de una comerciante de Chinandega que lo delató. Manuelito se había escondido en una caja con bolsas de café. Los guardias entraron, no para capturarlo, sino para disparar sin piedad. El primero descargó una ráfaga y los demás hicieron lo mismo.
El cuerpo del niño fue arrastrado fuera del local. Lo tomaron por los ruedos del pantalón, la cabeza golpeando contra el cemento, mientras reían y lo escupían. Como despojo, lo arrojaron a un camión recolector de basura de la Alcaldía y lo trasladaron al Comando, luego a Managua.
El calvario de la familia
Comenzó entonces la lucha de su madre, doña Arcadia, de la abuela Juanita y del cuñado Marvin por recuperar el cuerpo. Pasaron ocho días de trámites y humillaciones hasta que el régimen de Somoza accedió a entregarlo.
Marvin contó que lo primero que vio fue un trapo rojinegro amarrado en el brazo izquierdo de Manuelito. Su rostro estaba desfigurado, pero lo reconoció. Le contaron 47 impactos de bala de distintos calibres.
El féretro fue llevado en un vehículo de la Cruz Roja Internacional a Diriamba. En el trayecto, la Guardia estaba desplegada en toda la carretera, temerosa de una revuelta popular. Cuando llegaron, una multitud recibió el cuerpo del niño mártir en la estación del tren. La gente lloraba de rabia, gemía de impotencia y gritaba: “¡La Mascota, presente!”.
Pero la Guardia somocista prohibió que el pueblo acompañara a la familia al cementerio, temiendo una insurrección. Solo la madre, la abuela y unos pocos allegados estuvieron en el entierro, la tarde del 13 de octubre de 1978. A lo lejos aún se escuchaban los gritos que se convirtieron en memoria colectiva: “¡La Mascota, presente, presente, presente!”.
Legado
Cada año, el pueblo de Nicaragua honra a Manuel de Jesús Rivera. En Diriamba, familiares, militantes sandinistas y autoridades municipales caminan desde la casa municipal hasta el parque que hoy lleva su nombre. Allí, un monumento recuerda al niño héroe que dio su vida por la libertad.
Su historia no es solo la de un niño mártir, sino la de un pueblo que, en él, reconoce su propia dignidad y su resistencia frente a la dictadura. Manuelito vive en la memoria y en el sueño de una patria libre, donde reine la paz entre hermanos.